viernes, 8 de abril de 2011

"Merci Roubaix".

Por Martín Sarthou.

En 1980, el francés Gilbert Duclos-Lasalle terminó segundo detrás del ex campeón del mundo Francesco Moser en la París-Roubaix. El joven de 25 años Duclos-Lasalle resistió con valentía uno tras otro los constantes ataques del italiano en los últimos 30 kilómetros para finalmente ceder.

Ese año, Moser ganó por tercer año consecutivo la Reina de las clásicas por casi dos minutos, mientras que para Duclos-Lasalle fue el primero de once años consecutivos de llegar como favorito a la Paris –Roubaix e irse con las manos vacías.

Si bien cada año, su objetivo era la victoria, lo que no podía planificar o siquiera imaginar, era cómo se iba a terminar escribiendo su destino: el de pasar de ser el segundo mejor joven, para llegar a convertirse en 1992 en el ganador más veterano de la historia.

Mientras que una victoria es suficiente para muchos, para Duclos-Lasalle el deseo de correr, y de ganar seguía más vivo que antes, y para poner a prueba su decisión, defendió su título en 1993.

El hombre al que venció aquel domingo de abril fue Franco Ballerini. Ballerini, con sus 27 años era mucho más fuerte, estaba mejor preparado, pero en el sprint final ganó la experiencia de Duclos-Lasalle. Los jueces necesitaron recurrir al photo-finish y declararon ganador a Duclos-Lasalle por un margen de ocho centímetros.

Ballerini había cruzado la meta convencido de su triunfo. Media hora más tarde estaba desconsolado con su segundo puesto y cuando un periodista le preguntó si había cometido algún error, un angustiado Ballerini respondió: "sí, cometí el error de convertirme en ciclista."

En la París-Roubaix de 1990, Steve Bauer perdió contra Eddy Planckaert en otro final de foto. Nunca más estuvo siquiera cerca de ganar la París-Roubaix de nuevo. Cada año es una nueva oportunidad para un ciclista para iniciar de cero su historia, para cambiarlo todo, para volver a escribir su destino en los libros de récords.

Un ciclista puede consolidar su leyenda, o crear una, con un paseo histórico a través de los adoquines y muros que conectan Compiegne con Roubaix. La París-Roubaix no necesita de la poesía para “vender” la espectacularidad de la carrera.

Duerme un año entero, pero de pronto un día, un solo día, el segundo domingo de abril de cada año, se despierta para tenderles trampas a los ciclistas y desatar una brutal tormenta sobre los que se atreven.

Siempre que leo sobre la Paris-Roubaix encuentro que dicen que para ganarla se debe confiar en la buena suerte y rogar para no sufrir la mala suerte.

Pero ¿qué pasa con esos hombres que no están satisfechos con su leyenda en los adoquines? ¿Y si de pronto sienten que son ellos mismos quienes pueden atreverse a cambiar su destino y su lugar en la historia?

Después de su derrota de 8 centímetros ¿cuántas noches Franco Ballerini habrá estado en la cama mirando al techo, preguntándose si él tenía lo que se necesita para hacer frente a la Paris-Roubaix otra vez? Esas noches seguro que escuchaba a los demonios susurrarle al oído, preguntándole qué iba a hacer la próxima vez que pudiera atacar en un momento crucial, o si se llega a encontrar en una fuga entre los favoritos

¿Es la suerte –buena o mala- una parte de la Roubaix? ¿O acaso los verdaderos campeones desarrollan en su mente un escenario victorioso y triunfal que puede transformar un desastre en una victoria épica? Estaba en la cabeza de Ballerini decidir si aquella foto del final ajustado en la meta sería la de su mayor logro en la Roubaix.

En 1995, el equipo Mapei-GB tenía una formación de estrellas en el inicio de la París-Roubaix que incluyó Johan Museeuw, fresco tras su segunda victoria en el Tour de Flandes y el capitán indiscutible, Andrea Tafi comenzaba a mostrar signos de fortaleza que lo ponían entre los favoritos para mucho más que la Roubaix, y se hablaba del Tour de Flandes, el Giro di Lombardía y la Liege-Bastogne-Liege. A ellos se sumaba Gianluca Bortolami defensor de su título de Campeón Mundial y Wilfried Peeters el siempre fiel y combativo.

Ballerini había despertado de sus demonios y consiguió terminar tercero en la París-Roubaix de 1994, y frente a los monstruos del Mapei-GB, en 1995, fue de nuevo en busca de su oportunidad de redimirse.

Eligió su momento en ese día, y se levantó por encima de los bloqueos mentales y las pesadillas de dos años antes. Tomó el control de la carrera, y el de su destino. Y levantó sus brazos, esta vez gloriosos al cimentar su leyenda en una carrera que había soñado con ganar desde que vio a Francesco Moser en la televisión en 1980.

Los que están hechos para la Roubaix, esos que son mis héroes, consideran al “infierno del norte” como una suerte de peregrinaje de redención, como una penitencia para llegar a su paraíso en el velódromo de Roubaix, donde cuentan que todos, sin excepción, derraman lágrimas de dolor tras el sufrimiento.

Cuando Ballerini corrió su última carrera en 2001, fue precisamente la París-Roubaix, y fue en las filas del Mapei. Terminó en el puesto 32, 8 minutos y 13 segundos detrás del ganador, Servais Knaven.

Al cruzar la línea de llegada en el velódromo de Roubaix, abrió su maillot mostrar una camiseta que decía: "Merci Roubaix".

Fue su oportunidad de decir adiós, de dar las gracias a sus seguidores, aquellos que nunca perdieron la fe en que iba a regresar y ganar, a los que compartieron la angustia de los ocho centímetros.

Él fue al infierno y volvió, sabía lo que era perder, y tuvo la claridad de buscar la oportunidad de reescribir su historia en una sola carrera, justamente la Roubaix, la que terminó definiendo cómo sería recordado en su carrera como ciclista.

Es el infierno al que desafían cientos cada año, y del que muy pocos vuelven. Y al año siguiente hay un centenar que vencen sus demonios y lo vuelven a intentar.

Esos, que aún sin cruzar la meta con los brazos al cielo le corren una carrera a su destino, esos son mis héroes.

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